domingo, 9 de diciembre de 2007

Amor propio ( al otro lado del espejo)


Se levantó un día.

No era un mal día, de hecho, estaba segura que no se había levantado con el pie izquierdo. Pero era uno de esos días en los que una siente que el mundo que hay ahí afuera la odia.

Por eso, arrancó su cuerpo de debajo de las mantas, y se arrastró hacia el baño. Metafóricamente hablando, claro.

El baño era el de siempre. La misma luz. Los mismos azulejos.
Todo era igual.

Se miró en el espejo. La mujer le devolvió la mirada.

Era una mirada casi de odio, y sintió, con un escalofrío, que esa mirada decía que no le gustaba. No le gustaba lo que veía. Asustada dió un pequeño paso atrás, riendo nerviosamente. No es nada, se dijo. Se volvió a mirar en el espejo, y nada. Su mirada era la de siempre. El cabello desaliñado, las ojeras perennes, el rostro poco femenino. Nada que no conociese.

Decidida se quitó la ropa, e hizo esas cosas que hacen las mujeres. Se puso de perfil, de frente, observó su cuerpo con atención. Y después plantó cara al espejo. De nuevo aquella mirada de odio. Cansada, eludió la mirada y se acercó para lavarse el rostro. Al bajar la cara hacia el chorro de agua fría, sintió un escalofrío en la nuca.

Levantó la cara, chorreando agua. Se miró de nuevo en el espejo. Su otro yo le devolvió la mirada, desafiante. Ella la odió, y levantó la mano, automáticamente, estrellándola contra el vidrio. Una vez. Otra vez.

Y otra.
Y otra más.

Y con cada golpe, su otro yo, la mujer del espejo, se fragmentaba cada vez más. Y más. Su rostro se manchaba del rojo carmesí de la sangre que fluía por sus venas, y con cada golpe, más sangraba la mujer del espejo.

Golpeó furiosamente, deseando que ella desapareciese. Golpeó el espejo hasta que lo hizo añicos, y cuando este cayó en mil brillantes fragmentos al suelo, la emprendió a golpes contra la mampara del baño, hasta destrozarla. Se mirase donde se mirase, ahí estaba ella, odiándola.

Nunca supo como pasó.

De repente, estaba en el suelo, cubierta y adornada con miles de pedacitos brillantes y rojos, ensangrentados. Cada uno de ellos se clavaba en su cuerpo, y rojos ríos surgían de cada herida. Su mirada, fija en los pedazos más grandes.

Los ojos que en esos pedazos habían le devolvían la mirada.

Satisfacción. En esa mirada solo había satisfacción.

3 comentarios:

davken dijo...

Me temo que tienes que dejar de ensayar la mirada esa que tienes registrada ante el espejo... :P

Por cierto, mu güena la historia!

Astharthé dijo...

Gracias...simplemente me apetecia retratar esa sensacion que a veces tenemos sobre nosotros mismos...pero llevada un poco al extremo...

XD La mirada del dolor no se ensaya, es algo que se lleva dentro...

Sarg Bjornson dijo...

Me ha encantado